Al sol le reclamamos
nuestras antiguas victorias
mientras afilamos con piedras los cuchillos
y ponemos la carne de las lanzas
en la boca yerma del fuego rojo,
y las dejamos
casi con afán de envenenarlas.
Nuestros ojos se resecan
mirando la hipnótica voracidad de su danza milenaria.
Sacamos los metales, rojos metales
manchados de su carne.
Aguardamos a los gritos,
gritamos porque la pampa no tiene eco,
y el fuego no tiene muerte,
y nuestras voces recorren la llanura
y se extinguen al llegar al mar
al hundirse como piedras.
Herimos el agua
y son nuestros metales los que gimen al contacto
y el alma se les va volando,
el alma de las lanzas
y las almas que las lanzas despenaron
todas en un mismo vuelo
(terrible huésped una lanza).
Miramos consternados,
otra vez el cielo
nos ha arrebatado el triunfo.
Como un pájaro abigarrado en fina cristalería
la noche desplegó
sus violentas alas consteladas.
Respiramos la humedad del barro
hundiendo nuestros pies en el fango chirle,
y de cara al cielo,
como la luna,
esperamos que las alas de la noche se desplumen
y se quemen poco a poco.
Luego armamos lentos canastos de carne hispana
y con la miel de sus lenguas salvajes y profanas
hidratamos nuestro suelo,
para que pueda respirar, para que viva
y chupe la tierra la sangre de los blancos
y pase por la estepa el filo de su lengua
relamiéndose por fuera y por adentro.
Disponemos los canastos en un circulo preciso
allí donde la noche soltara sus plumas,
y el sol llegara ardiéndose
y se quemaran nuestros parpados insomnes
y nuestros ojos a la piedra volverán, resecos
y con lagrimas de piedras, y al llanto seremos dioses
y nuestro triste canto
se ira perdiendo por afuera
se ira perdiendo
se ira en el viento, se ira.
Tomas Ferrario, Octubre de 2007.
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